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Heterodoxo

Por contar algo...

Por contar algo...

Lo que ahora voy a mostrar no pretende influenciar a nadie de ninguna manera, y tampoco pretende entretener eufasivamente, pero tras mucho pensarlo he decidido publicarlo.

Todo empezó (historia de cuándo lo escribí) un aburrido día de alternativa a religión en el que me senté solo (cada uno va  a su bola) y no sabía qué hacer. ¿Dibujar? Ya he dibujado en dibujo artísitco. ¿Escuchar música? Mis auriculares fenecieron. Entonces... ¡escribir! Así que, falto de una simple libreta cuadriculada, hice mano de una hoja DIN A3 de 100 gramos y empecé a 'crear'. Esa mañana no me había sucedido nada fuera del otro mundo, pero aún así decidí contarlo y bueno, a una persona (a la cual aprecio mucho, por cierto) le entretuvo los cinco minutos que tardó en leerlo. El final, el cual me niego a cambiar, es así porque decidí cortar de cuajo con mi masturbación mental cuando llegaron a mis oídos las palabras relacionadas con política y cual leona ávida de una buena presa (los leones no cazan, no es que sea mujarra sino que quiero ser exacto en mis ejemplos) me acerqué como quien no quiere la cosa y me introduje en la conversación.

 La historia, que no tiene título y está basada en hechos reales, dice así:

Es interesante, agradable. El sofá es azul como el de mi salón, pero no me suena. La habitación tampoco, pero estoy a gusto. Jean Claude Van Dam (o como se escriba) está hablando muy alto, y ya no estoy a gusto. Y es que la tele está muy alta. ¡Bájala! -ordeno, pero nadie obedece. La tele está tan alta  que me duelen los oídos, la cabeza, ¡no lo soporto! De esto que el ruido cambia a uno más conocido. Distingo el monótono sonido de taladro de mi móvil posado en la silla de mi escritorio junto a mí haciendo las veces de mesilla de noche.

Estoy en la cama, la luz es baja, casi inexistente. Pronto reacciono y abro y cierro el móvil para librarme del taladrante sonido. El cansancio se cierne sobre mí. Pero debo ir a clase. Me levanto, me coloco las zapatillas y adivino el manillar de la puerta entre la oscuridad. Voy al baño, como cada mañana, y la implacable luz ataca mis pupilas. Cierro los ojos pero he de ver, así que resignándome voy adaptando mi vista a la luz. Una relajante ducha amaina el cansancio de apenas seis horas de sueño. Ya más despejado descubro que, que yo recuerde, es la primera vez que sueño con algo antes de que ese algo me despierte. Como en las películas -me dije.

Para mi fortuna tengo la mochila hecha, así que dedico los quince minutos que me quedan a vestirme sin prisa.

Mi madre no suele dormir bien, así que sin que nadie se lo pidiera (tampoco le diría que no, seamos honestos) me hizo el bocata. A cambio saqué a la perra, que inquieta esperaba esa hamburguesa troceada en pequeñas bolitas y sin las especias que agradan el sabor a los humanos llamada pienso.

Salí con la mochila y la enorme carpeta que estorba al más hábil y me acerqué al semáforo.

Esta parte es la más crucial de las mañanas (valga la redundancia), ya que he de cruzar el semáforo e ir al final de la calle a esperar el autobús. ¿Por qué es crucial? Porque el autobús no me espera a mí. Pasa uno cada diez minutos más o menos y voy toda la alrga calle caminando a paso tan apresurado que resulta incómodo mirando cada dos segundos para atrás esperando no toparme con el autobús.

A la mínima señal, o bien salgo disparado hacia la parada o bien me resigno a verlo pasar mientras me cago en muchas cosas entre dientes. Además tengo mis propias espectativas:

El primer tramo es de resignación a no ser que haya atasco (suele haber) o alguien espere en la parada (el autobús tendrá que parar y eso me hace ganar tiempo).

El segundo es de ver ver la mínima parte de un autobús y correr con todas las ganas, y el tercero es de -¿Y si ahora? Bah, yo creo que ya podría pasar, además, hace frío.

Hoy me tocó el tramo del final, que consiste en llegar nervioso (aunque no en exceso) a la parada y allí esperar impaciente a que venga el autobús sin pararme a pensar en quien podría perderlo (marica el último).

Unos minutos después apareció no como un cabrón que viene antes de tiempo para evitarte sino como la esperada cena tras un duro día de trabajo.

El autobús estaba lleno, me extraña que parase para recoger a dos personas y una de ellas con una descomunal carpeta. El que estaba antes, como le correspondía, se apresuró a entrar el primero, pero su privilegio se truncó cuando, tras alargar el brazo entre los cuerpos y pasar la tarjeta por el detector, quedarme agarrado a la puerta y él, como otros muchos, quedar de pie sin sustento.

El nerviososmo aumentaba al acercarnos a una rotonda, y yo, cruel de mí, deseaba que el giro fuese grande y hacer el trayecto divertido... para mí; pero nadie cayó.

En lo que a después sucediera que te jodan ^^.

 

¡Salud!

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